Llegué a Tallin a principios de agosto de 1999. Hacía pocos días que me había enterado que había sido admitido en la universidad. Iba a empezar a estudiar una carrera con 24 años, que había cumplido pocos días antes de irme de viaje. En casa había dejado para siempre un trabajo por horas sin contrato, un intento de relación que no iba a ninguna parte y una vida que no volvería a ser la misma.
Había estado en Finlandia el verano anterior y cruzar el Báltico había quedado como asignatura pendiente. Las repúblicas ex-soviéticas tenían el halo de misterio que daban décadas de comunismo y ser un destino poco explorado. Tras días de lluvia en Finlandia y un desengaño en la Laponia llegué a Tallin que se veía desde la entrada de la bahía como una colina coronada de torres de iglesias. El miedo inicial desapareció al pisar las calles del casco histórico con sus calles empedradas y sus casas antiguas. Aliviaba huir del fashion-victimismo de los finlandeses. Pero la sensación de aventura la daba pisar terra incognita para las hordas de turistas. Y todavía el nivel de precios de Estonia hacía que con poco dinero te sintieras un rey.
Encontré un mirador en las murallas, detrás del parlamento, donde me hice una foto apoyando la cámara en el muro y mirando el horizonte. Sentí que las cosas habían cambiado para siempre en mi vida. Dos meses después pise la universidad como alumno por primera vez.
Hoy he hecho turismo. Lo admito. No voy a entrenerme en pretender que soy un viajero o algo parecido. No me he internado por los parques naturales del país. No he aprendido ni a decir «gracias» en estonio. Anoche cené en un italiano y no sé si el bocadillo de pan marrón con tomate y queso que almorcé hoy es una especialidad estonia. He callejeado sin seguir el mapa ni lista alguna de edificios «emblemáticos». Alguno importante seguro me he perdido. Algún otro jamás habría encontrado de no haber sido por azar. Y aún así lo he pasado en grande callejeando. Descubriendo cosas delirantemente graciosas. O enormemente bellas, como un oficio siguiendo el rito ortodoxo ruso en la catedral de Alexander Nevsky. Hay muchas cosas que son difíciles de explicar porque implican mi entusiasmo por aquello que me ilusionaba de pequeño y despertaba mi imaginación, como castillos y murallas medievales.
He pisado territorio conocido. Mañana empieza la aventura: Letonia. Prometo no robar ninguna bandera.
Eso es. A la aventura.
he visto las fotos y:
1. el menú especial de julio… QUÉ GRACIA!
2. por los coches que se ven, Tallin parece una ciudad moderna de verdad.
3. la verdad es que la conexión wi-fi le da tecnológicamente 40 patadas a nuestras cutres ciudades españolas. ¿qué era eso de la vulnerabilidad a partir de la conexión a internet? explícalo. no nos dejes así. yo no lo entiendo.
4. por cierto, menudo contraste: conectarse a internet en pleno entorno medieval. qué locura.
5. sigo pensando que es un lujo poder asomarnos a tus viajes. gracias por compartir algo de belleza con nosotros. (para comentar en flickr ¿tengo que abrir cuenta?)
Las aventuras a veces llaman a la puerta de uno.
Cuando tú vuelvas oxigenado y renacido de tu periplo báltico, yo me adentraré en un mundo que nunca creí posible alcanzar.
Avanzamos.