Tras el enésimo autobombo de ayer volvemos al tajo.
Se celebra estos días una cumbre internacional sobre cambio climático en Nairobi auspiciada por la ONU. A aquellos preocupados por las consecuencias catastróficas que podría tener el cambio climático siempre les dije que confiaba en el instinto de supervivencia del sistema capitalista. Tarde o temprano alguien echaría cuentas y no le saldrían. Hace tiempo leí que las aseguradoras en EE.UU. estaban pagando por culpa de catástrofes naturales más dinero que nunca en los últimos años. Alguna de las empresas habían dado ya la señal de alarma. Algo estaba pasando. Los defensores de las energías renovables encontraron extraños compañeros de causa en los neocons que inmediatamente después del 11-S pidieron una política de energía autosuficiente para EE.UU. que cortara el grifo de las divisas a los países musulmanes de Oriente Medio.
El momento que vaticiné parece vislumbrarse. El gobierno británico encargó un informe sobre el cambio climático. No a un meteorólogo, un físico u otro tipo de científico de la naturaleza sino a Sir Nicholas Stern que fue Economista Jefe y Vicepresidente Senior del Banco Mundial de 2000 a 2003. Stern es actualmente asesor económico del gobierno británico, ha hecho las cuentas sobre el impacto del cambio climático y sus conclusiones distan de la frialdad que uno podría esperar de un sir británico que antes de recibir la tarea no tenía opinión formada sobre el cambio climático.
El Informe Stern sobre la Economía del Cambio Climático fue presentado el pasado 30 de octubre. El número de 4 de noviembre de The Ecomomist le dedica dos artículos (pp. 14, 65-66) y concluye:
[al igual que] «la gente gasta una pequeña porción de sus ingresos en pagar un seguro para el caso de que su casa arda y los países usan una porción del dinero de los contribuyentes en pagar ejércitos sólo por si una potencia rival trata de invadirlos, el mundo debería invertir una pequeña porción de sus recursos en tratar de prevenir el riesgo de hervir (sic) el planeta».
Yo más allá de las impresiones generales no tengo una opinión sólida formada porque no me he dedicado a leer en profundidad sobre el tema. Digamos que no me mojo públicamente en este momento sabiendo lo polémico que resulta para algunos y sin haber dedicado el suficiente tiempo para leer en profundidad textos relevantes. Sólo constato que fuera de la blogosfera que se dice liberal el cambio climático se considera una realidad. Desde mi sentido común detecto el error en las críticas más comunes que cierta derecha (el asunto es netamente político) hace. Suelen ser las siguientes:
«No hay por qué alarmarse. El clima en el planeta Tierra siempre ha estado cambiando».
El índice de paro, la bolsa y el número de habitantes de España también. La cuestión es si para mejor o peor. Cuando se manifiesta preocupación por el cambio climático no se hace porque el clima cambie. Sino porque cambie con consecuencias nefastas para los seres vivos.
«Dirán que la tierra se calienta pero este invierno ha hecho mucho frío».
Hablamos del clima, no del tiempo. Clima y tiempo son conceptos diferentes que se confunden al hablar del cambio climático. El tiempo es la condición de la atmósfera en un tiempo y lugar dados. El clima son las tendencias generales.
«El cambio climático tendrá consecuencias económicas y sociales con un resultado final «igual a cero». La suma de perjuicios se verá anulada por la de beneficios. Se arruinarán los vendedores de paraguas pero los vendedores de helados tendrán más beneficios. Zonas del planeta serán inhabitables pero otras tendrán un clima más benigno»
Aquí llegamos a lo que para mí es la clave del asunto. Quien habla así suele ser alguien del mundo desarrollado.
La perspectivas que en Chicago, Londres, Berlín o Tokio haga un clima más benigno es a priori beneficiosa para sus habitantes. Puede que Escocia se haga famosa no por su whisky sino por sus Cabernet Sauvignon o que los dátiles gallegos conquisten el mundo. La cuestión es que si las regiones frías de Norteamérica y la Europa septentrional del planeta se convierten en habitables o cultivables por un calentamiento global, las regiones cálidas se harán aún más cálidas. Inhabitablemente cálidas. Sólo hay que mirar a una foto del norte de África desde el espacio para hacernos una idea (a la izquierda Argelia). El calentamiento global podría implicar que ya no será cultivable la estrecha cornisa mediterránea de África. Que el desierto terminará por engullir Mauritania. Podríamos tener no cientos de inmigrantes en cayucos, sino cientos de miles de refugiados climáticos. Y lejos del norte de África veremos conflictos por las menguantes cuencas fluviales. En el último dossier de La Vanguardia, dedicado al agua («El desafío del siglo XXI») incluyen un artículo sobre los conflictos armados y el agua: «Las ‘guerras’ y otros cuentos hidromitológicos». Su autor intenta criticar el cliché sobre un siglo XXI azotado por guerras por el agua, que hablando de tendencias generales parece ser una recurrente. Pero me temo que sus hipótesis parten siempre de la situación actual, política e hidrográfica. Quedaría por ver qué nivel de consumo de agua habrá, en función de los niveles de población y nivel de vida. Son especulaciones. Pero por una vez, y sin que sirva de precedente en España se ha estudiado el tema. Le honra al profesor Marquina que capitanea en la Universidad Complutense la Unidad de Investigación sobre Seguridad y Cooperación haber dirigido un estudio multidisciplinar sobre los «Desafíos medioambientales en el Mediterráneo (2000-2050)» desde la óptica de los estudios de seguridad internacional. Que a nadie coja desprevenido.
Relacionado con este tema, me ha parecido muy interesante este artículo de James Lovelock, creador de la teoría de Gaia y, ahora, promotor de la energía atómica. Suena paradógico, pero lo veo como un ejemplo de cuan serio es el cambio climático.
Excelente post, Jesús.
Pues ciertamente ha surgido una corriente pronuclear dentro de los ecologistas. Cualquiera lo hubiera dicho en los años 80.